La intuición, algunas personas la identifican como esa voz sabia en nuestro interior, otras personas la asemejan como una voz creadora que nos afianza y nos hace generar motivaciones trascendentes; la percibimos en nuestra infancia y hasta en la adolescencia, pero en la adultez muchas personas ya no la distinguen y eso las trae a terapia.
La pérdida de la intuición, o mejor dicho bajarle el volumen a la voz de la intuición, tiene muchas explicaciones. En el consultorio he escuchado los distintos momentos en que “mutear” a la intuición parecía la forma más sensata de seguir adelante, por ejemplo, cuando mi padre me vio a los ojos y me dijo que dejara de soñar y que pusiera los pies en la tierra, cuando mi maestra me rompió mi dibujo porque no era lo que me había pedido, cuando personas que no conocía me vieron con desprecio porque le dije a alguien que lo que estaba haciendo estaba bonito, cuando mi madre, abrumada por su día a día, me dijo que tenía que crecer de una vez para que pudiera hacerme cargo de mis hermanas.
Silenciamos la voz de la intuición para poder sobrellevar la realidad. Es un proceso adaptativo, de alguna manera llegamos a pensar que es importante obedecer a esos adultos para que no corramos peligros innecesarios.
Con el pasar de los días, la autenticidad y la intuición quedan tapadas hasta para nosotros mismos.
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