Por Lic. José Pastor
Los niños, esas pequeñas personitas que andan de aquí para allá en el kínder o la escuela primaria, haciendo tremendo escándalo; ensuciándose o quedando pegajosos con lo que encuentran en el piso o tengan a la mano. Si nos preguntamos cómo es un niño -hablando en términos de la etapa evolutiva del ser humano y no en cuanto a género- las respuestas rápidas serían, que son desenfadados, traviesos, alegres, gritones (muy gritones), que no pueden estar quietos, que se ensucian rápido y no pueden durar mucho tiempo limpios (pese al grito furibundo de las madres), que son muy directos si opinan algo de ti, no importa si les preguntas sobre tu vestimenta o tu maquillaje, te dirán exactamente cómo te ves, sin rodeos.
Ahora, ser niño significó distintas cosas para cada uno de nosotros. Cada anécdota nos ha marcado. Cada experiencia nos ha constituido. Cada persona importante de nuestro entorno nos influenció de distinta forma. Y así, desde ámbitos divergentes, nos hemos formado y somos los adultos que hoy somos.
Para los fines reflexivos del presente artículo, sabemos que no va a haber otro individuo como tú, con las mismas características, ni las mismas vivencias, que te conforman. Dicho en mayor proporción, cada persona es diferente una de otra y nos vamos formando en nuestras características desde pequeños, diferentes uno del otro. Las experiencias de la vida nos van marcando de una u otra manera. Sin embargo, como niños aún no contamos con la suficiente experiencia y fortaleza emocional, para trascender ciertas cosas que nos han ocurrido, principalmente las desagradables. Es cierto que hay situaciones que desencadenan traumas. Hablo, por ejemplo, de padres irresponsables o negligentes, padres adictos a sustancias tóxicas, padres que ejercen violencia intrafamiliar, y en el peor de los casos, padres que han cometido abusos sexuales. Sin lugar a dudas, eso deja huellas demasiado profundas para quien las ha padecido. No es fácil este tipo de experiencias. Por supuesto, hay experiencias que dañan a los peques, no de forma tan contundente como las mencionadas con anterioridad, aunque sí dejan su huella de por vida. Porque como sabemos, un niño requiere amor, confianza, aceptación, seguridad, así como también necesita sentirse valioso, sentirse visto y tener confianza en quienes le rodean, desde que va creciendo hasta convertirse en adultos, además de otras características más. No siempre sucede así y es porque la educación que se recibe en casa es diferente en cada familia, donde tradiciones y costumbres, además de otros ingredientes, van formando el historial de cada persona.
Llama la atención en algunos individuos que, cuando cometen un error, se hablan de la misma forma; el mismo mensaje con la misma carga emocional que les dieron de niños, un mensaje con insultos, ironía, desaprobación o sarcasmo. Cada quien va haciendo lo que puede con toda esa historia, ya sea dejar el pasado atrás, trabajar en psicoterapia o encadenarse a él por el resto de su vida, por medio del resentimiento disfrazado de sufrimiento. En cierto sentido, un niño interior lastimado es el origen de conductas autodestructivas en la adultez, de problemas de culpa, de resentimiento, de vergüenza, desencadenando asuntos en los cuales siguen “atorados” desde la infancia hasta el día de hoy, heridas que evidentemente siguen doliendo. Precisamente y con todo respeto, hacemos hincapié en que no todas las personas tienen la capacidad y disposición a extraer lo positivo de aquellas experiencias no gratas, es decir, ser resiliente. Desde luego, si de niño, una persona se sintió sola o abandonada, es difícil quitarse esa sensación de adulto. Hay que trabajar en ello. Evidentemente, estos problemas abordados en terapia pueden transformarse en una diferente forma de ver la vida para el paciente, trascendiendo una gran cantidad de asuntos inconclusos que pueden llegar a un mejor entendimiento de quien consulte a un profesional. Ojo, no se trata de olvidar el pasado, porque sencillamente, a nadie le da un ataque de amnesia y olvida todo de la noche a la mañana, sino de reconfigurar y resignificar la historia que nos ha sucedido. A ya no quedar anclado en eso que dolió, pero que al día de hoy se puede soltar, y si es preciso, perdonar. Dicho de otro modo, que no sea sólo otorgar una disculpa, justificar, o hacer de cuenta que nada pasó. Sino a liberar eso que lastimó por consideración a mí, a mi niño interior, a la tranquilidad que merezco, a pesar de que la persona que me dañó haya seguido su vida como si nada hubiera pasado.
Existe también el caso de aquellas personas que no vivieron situaciones dolorosas, que han tenido una vida principalmente más sana, pero que se muestran más rígidos en su convivencia diaria, como si se tratara de una amargura perpetua, ¿Se han preguntado dónde quedó esa inocencia y desparpajo que alguna vez tuvieron de niños? ¿Dónde quedó ese niño interior? No lo sabemos. Tal vez las vivencias como adultos no han sido favorables, tal vez deseaban ser adultos (y a lo mejor se están arrepintiendo), tal vez no se les pega la gana.
Te invitamos querida lectora, o lector, a hacerte estas preguntas:
¿Cómo creo que se es “adulto”?
¿Desde cuándo me importa la apariencia de mi forma de ser?
¿Qué creo que es la “madurez”?
¿Sería capaz de hacer algo sin que me importe el qué dirán tal como a los niños? Por ejemplo, pintar un avioncito en la banqueta y jugar.
¿Cuándo fue la última vez que jugué, grité, me emocioné, hasta el punto de sentirme libre, como un niño? Por ejemplo, subirme a un columpio e impulsarme hasta alcanzar una altura considerable.
¿Le temo al ridículo?
¿Cuándo fue la última vez que fui espontáneo?
¿Cómo está mi capacidad de asombrarme, o todo me parece aburrido porque observo desde mi lado más racional?
Y de un modo respetuoso, para quienes no tuvieron la infancia fácil, les invitamos a responder estas preguntas:
¿Qué historia me estoy contando acerca de mi infancia?
¿Qué voy a hacer con eso que me sucedió?
En situaciones de estrés ¿reacciono igual que cuando era niño?
Puntualizamos. No se trata de quemar en leña verde a las personas que nos hicieron daño. Sino de que reflexiones detenidamente, cuántas veces y cuánto tiempo seguir cargando en mis pensamientos, todo el daño que nos causaron. Se trata de tomar en manos propias la responsabilidad, de hacer algo benéfico y no sólo de continuar como víctima de mi propia historia.
Lo que me ocurrió en mi infancia ¿me fortalece o me debilita?
¿Mis creencias son mías o pertenecen a alguien más? Como por ejemplo papá o mamá.
¿Soy comprensivo y compasivo conmigo mismo cuando cometo errores o me trato de forma agresiva?
¿Minimizo mis logros o me siento orgulloso de mí?
¿Hoy soy una víctima?
¿Qué es lo que creo de mí, que en realidad no es cierto?
Habrá seguramente quienes se pregunten, ¿y de qué me sirve reconocer a mi niño interior? Entre otros fines, encontrarle un mejor sentido de vida, cuando se está fastidiado o frustrado de la vida misma, pues, los niños perciben de un modo diferente la vida a como la vemos los adultos. Con mayor alegría. Con mejor disposición a reír. Con una capacidad de asombro extraordinaria. Desde luego, enfatizamos el hecho de que hay personas que por lo delicado de lo vivido en su infancia requerirán apoyo profesional para sanar todo ese dolor y sufrimiento que aún prevalece muy dentro de sí.
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