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Como muchas de nosotras sabemos, la trascendencia es un ir más allá de lo que está dado -a nivel de necesidades o a nivel del desarrollo personal o a nivel de los pensamientos o condicionamientos-, en la cual existe un elemento adicional que va acompañando este proceso: la virtud. Acorde al desarrollo de pensamiento aristotélico, la virtud es saber elegir el justo medio, regulado por la recta razón como lo haría un ser prudente. Macintyre (1987) hace referencia que, de manera categórica, la virtud es el intermedio entre los defectos y el exceso, requiriendo entonces el ejercicio deliberativo cuyo propósito es vivir bien.

Está es visible en la forma de actuar de las personas, en las acciones que desarrolla y si estas son generadoras de bienestar; la virtud aristotélica en el ser humano debe buscar que sus actos estén mediados por la razón para elegir, no para sí mismo, sino para un bien supremo -común- que tiene como finalidad la felicidad. A. Macintyre lo estipula de esta forma: “Las virtudes son cualidades cuya posesión hará al individuo capaz de alcanzar la eudaimonía y cuya falta frustrará su movimiento hacia ese telos” (1987, 198).

Ahora bien, la virtud siendo una naturaleza adquirida, requiere de igual forma trascender algunos aspectos. Para Vidal algunas de las características generales acerca de la aplicación de las virtudes son:

 “Enriquecen la naturaleza de quien las adopta; Se enraízan en valores que pueden adquirirse o desarrollarse; Complementan la perfección del ser humano; Suponen el ejercicio de la voluntad;  Requieren del uso de la libertad; Solo se dan en el ser humano racional y pueden clasificarse en intelectuales (las que perfeccionan la inteligencia) y morales (las que se apoyan en la especulación y provocan la acción, mejorando el hacer y consecuentemente el ser, influyen en la inteligencia y permiten alcanzar la bondad); las virtudes morales son las que perfeccionan la voluntad” (2006, 43).

En este sentido, el ser humano virtuoso es aquel que ha alcanzado como hábito la realización correcta de sus funciones tanto individuales como sociales, en términos de buscar siempre beneficios y de evitar algún daño, implícito está que el ser humano virtuoso va en busca de la verdad y de la objetividad.

Por el contrario, la infelicidad, tal y como lo apunta Balderas (2012) se explica a partir de la carencia de las virtudes. Dicho autor refiere categóricamente que “si una persona es infeliz es porque no ha desarrollado sus potencialidades humanas” (2012, 20).

Es importante puntualizar, que la virtud, siendo la naturaleza adquirida del ser, nos permite trascender aquello que se ha aprendido, de las identificaciones egocentradas y de aquello que ha condicionado al individuo, cumpliendo así la acepción de la trascendencia, ir más allá de nuestro punto de referencia.

Trascendencia y felicidad

Volviendo a Aristóteles, este filósofo refería que la felicidad se alcanza mediante la práctica de la virtud, volviéndose el fin de todos los actos y el objeto de nuestras aspiraciones como seres humanos, la virtud no se puede desarrollar en una felicidad hedónica (enfocada en el placer o en la materialidad) sino en una felicidad eudaimónica por estar basada en el desarrollo de las cualidades humanas, de ahí que se puntualice la importancia de la virtud.

Foto de Loe Moshkovska en Pexels

Salmerón (2006) señala que la virtud aristotélica es un hábito elegido desde una disposición intelectual que él llama prudencia. Esta virtud no puede ser ejercida sino sobre la base de otras disposiciones intelectuales que, a su vez, elaboran formas de juicio necesarias para la comprensión precisa de la naturaleza humana; las virtudes son aprendidas de forma consciente y su aplicación contante constituyen la segunda naturaleza del ser, por tanto, se puede establecer desde ahora que, el ser humano requiere para vivir una vida ordenada y organizada, requiere de distintas formas de inteligencia integradas en un conjunto particular -como ya lo estableció Gardner (1987)-, pero la inteligencia sin la virtud es insuficiente para alcanzar el bienestar ya que requiere de un ejercicio y una capacidad habitual constante.

La prudencia no es la única virtud a desarrollar para alcanzar la auténtica felicidad. O. Balderas teoriza que existen otras virtudes que favorecen el desarrollo de la persona, que logran que la felicidad sea un estado más duradero, y que otorgan la capacidad de elección y ejecutar acciones congruentes a las circunstancias. Refiere:

“Al equilibrio y sabiduría con la que una persona conduce su propia vida, se conoce como templanza. A la capacidad de relación con los demás, tanto en términos inter-personales como en términos cívicos y sociales, y se conoce como virtud de la justicia. La capacidad para soportar los sacrificios que supone el alcanzar metas valiosas, y que se llama fortaleza” (2012:13).

Implícitamente, la eudaimonia establece también metas significativas como el altruismo, las relaciones positivas y el propósito de nuestra vida. Es por ello que Aristóteles creía que esta felicidad desembocaba en la bondad y está, como lo menciona el Dalai Lama en el prefacio de El Poder de la Bondad “es el punto de partida, la fuente en la que fluyen muchas otras cualidades positivas, como la honestidad, el perdón, la paciencia y la generosidad” (Perrucci, 2005, 9) que no solo beneficia al que las experimenta, también hacen eco en su sociedad y en la especie, puesto que la bondad crea una sensación de calor y receptividad que permite relaciones interpersonales saludables y “descubrimos que todos los seres humanos son como nosotros, de forma que podemos relacionarnos con ellos con mayor facilidad” (Perrucci, 2005, 10) y que se perdió con la modernidad líquida (Bauman, 1999) y su culto a la productividad y competencia que desemboca en infelicidad.

Es por ello que la persona feliz es aquella que ha desarrollado sus virtudes siendo así un mejor ser humano para sí mismo y para quienes le rodean.

Hasta el próximo leencuentro.

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