Andreu Anglada, médico y psicoanalista, propone una idea profundamente reveladora: el sufrimiento humano, en muchos casos, está matizado por las “3D´s” de los tres demasiados. Se trata de un sufrimiento que llega demasiado pronto, que se vive con demasiada intensidad – el autor lo refiere demasiado fuerte-,y que dura demasiado tiempo. Bajo estas condiciones, el dolor deja de cumplir su función natural —la de alertar, transformar o enseñar— y se convierte en un sufrimiento adictivo, un verdadero “efecto droga”.
Quien lo padece, inconscientemente, puede sabotear cualquier intento de bienestar emocional porque su psiquismo busca la dosis habitual de dolor. Es un sufrimiento que no sana, sino que se perpetúa, y que con frecuencia tiene su origen en el grupo familiar de la infancia, allí donde aprendemos a sentir, a amar y a relacionarnos con el mundo emocional.
Hoy, cuando la familia como institución se encuentra cada vez más desprotegida y la comunicación emocional entre sus miembros se debilita, este tipo de sufrimiento patológico se vuelve más común y más difícil de reconocer.
Esta reflexión aparece por primera vez en el capítulo 2 del libro GPS de nuestra mente, y se expande en El monstruo de hielo, donde Anglada profundiza en cómo los mecanismos de defensa que alguna vez protegieron, terminan por congelar la vida emocional. Ambos textos ofrecen una mirada lúcida sobre el sufrimiento como una forma de dependencia que puede desactivarse con el “calor del vínculo” -continuando con la metáfora-, y el trabajo consciente.
El efecto droga del sufrimiento
El sufrimiento emocional no siempre cumple una función transformadora -de alertar, de evaluar el impacto de la vida y entender de qué forma es posible adaptarse- ya que cuando se vuelve una presencia constante y familiar, puede generar una especie de dependencia psíquica: el dolor se vuelve el único estado conocido y, paradójicamente, el único que brinda cierta sensación de identidad o pertenencia. Así se instala el efecto droga del sufrimiento: una forma de mantenerse en el dolor porque es lo que resulta predecible, incluso cuando lastima; efecto droga además porque mantiene el enganche, la habituación y la dependencia, el circuito de cualquier adicción.
¿Cómo se instala?
Este sufrimiento adictivo suele tener su origen en la infancia, en el seno del grupo familiar primario, donde se aprenden las primeras formas de amor y de vínculo. Cuando las necesidades emocionales no son vistas, cuando el afecto se vuelve condicionado o la comunicación está rota, el niño asocia el amor con el malestar. Aprende que “para ser querido hay que sufrir” o que “la calma es el preludio de la pérdida” ¿te parece familiar?
De esta herida temprana surge lo que Anglada llama El monstruo de hielo, una parte congelada de la psique. Esa región interna, incapaz de expresar su dolor, se endurece y permanece inmóvil. Es el lugar donde las emociones se congelan y la persona, sin saberlo, empieza a vivir desconectada de su calor afectivo. El monstruo de hielo es esa porción interna que aprendió a sobrevivir en el frío, convencida de que el bienestar no es seguro.
¿Cómo se repite?
El psiquismo tiende a repetir lo conocido, no necesariamente lo que da placer. Por eso, quien creció aprendiendo a vincularse desde el dolor, suele recrear de manera inconsciente escenarios que reafirman esa experiencia: relaciones donde vuelve a sentirse rechazado, exigido o insuficiente; trabajos donde repite la sensación de no ser valorado; vínculos donde la calma siempre termina en tormenta.
El monstruo de hielo se alimenta precisamente de esas repeticiones. Cuanto más se repite el dolor, más se consolida la idea de que la felicidad es inalcanzable o sospechosa. Así, la persona no soporta el bienestar más de lo que no soporta el malestar: cuando todo parece marchar bien, algo dentro busca sabotearlo. Es el modo inconsciente en que el sufrimiento “exige su dosis”, de ahí que hablemos del “efecto droga”.
¿Por dónde comenzar a desactivarlo?
Desactivar el efecto droga del sufrimiento implica derretir al monstruo de hielo, y eso requiere tiempo, vínculo y presencia afectiva.
Anglada describe que el calor que puede fundir esa zona congelada proviene de una relación terapéutica donde exista escucha, compasión y constancia. No se trata de eliminar el dolor, sino de reintegrarlo como parte de una historia que ya no domina la vida emocional.
El primer paso es reconocer el patrón, observar las formas en que uno mismo genera o perpetúa el sufrimiento. El segundo es validar las emociones sin identificarse con ellas: el dolor no es una identidad, es una experiencia que puede transformarse.
A través de procesos terapéuticos profundos —especialmente aquellos que integran lo emocional y lo simbólico— se puede reeducar al sistema interno para tolerar el bienestar, aprender a habitar la calma sin sospechar de ella, permitir que la alegría y la serenidad sean posibles sin culpa ni miedo.
Liberarse del efecto droga del sufrimiento implica aceptar que la vida no necesita estar llena de drama para sentirse viva, y que el bienestar no es un lujo, sino una forma madura de habitar el mundo interno. Solo cuando podemos permanecer en la calma sin buscar inconscientemente una nueva dosis de dolor, comenzamos realmente a sanar y solo cuando mantenemos el sufrimiento sin identificarnos con el ni prolongarlo seremos libres.
Hasta el próximo leencuentro.
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