El Duelo en la Adultez: Comprendiendo la Orfandad

Perder a uno o a ambos padres en la adultez implica mucho más que enfrentar la ausencia física. La orfandad adulta acarrea un cúmulo de responsabilidades y obligaciones, tanto prácticas como emocionales, que marcan profundamente la vida psíquica. Aunque el intelecto comprende la pérdida en un primer momento, lo racional nunca alcanza para integrar el acontecimiento: en lo profundo, se experimenta desde el niño o la niña que alguna vez fuimos, aquel que vuelve a perder a su madre o a su padre.

Cuando el vínculo con los padres fue bueno, la pérdida no solo significa el adiós a la figura parental, sino también a la amistad y complicidad que se construyó a lo largo de los años. Esa ausencia resuena en la cotidianidad y en los espacios íntimos. Pero esta pérdida también revela algo más complejo: no genera un acta de defunción sobre nuestras expectativas. Muchas veces, esas esperanzas, pendientes o anhelos siguen vivos, y su no cumplimiento es en sí mismo un duelo distinto, marcado por lo inconcluso y lo que nunca se pudo realizar, pero que en algún momento habrá que trabajar.

En este contexto, la culpa aparece con facilidad. Pensamientos como “quizá no fui un buen hijo o hija” son recurrentes. Esta experiencia obliga a enfrentarnos con lo que no hicimos: a veces porque estaba fuera de nuestras posibilidades, otras porque no supimos o no quisimos hacerlo. Reconocer estas limitaciones es esencial para no quedar atrapados en la autoacusación constante. La culpa no procesada se convierte en un obstáculo para la elaboración del duelo, pero cuando se trabaja puede transformarse en aprendizaje y reconciliación interna.

Psicólogas como Virginia Gawel señalan que hacerse cargo de lo que no se hizo, cuando ya no es posible hacerlo directamente con la persona fallecida, constituye un acto de reparación simbólica. Este proceso se concreta al ofrecer a otras personas aquello que en su momento no se pudo dar, hasta lograr condonar la deuda interna y transformar la omisión en un gesto de amor compartido.

En esta línea, la teoría de los vínculos continuos, desarrollada por Klass, Silverman y Nickman (1996), plantea que el duelo no consiste únicamente en “soltar” u “olvidar” al ser querido, sino en transformar el vínculo para que pueda continuar de manera simbólica en la vida del doliente. En el caso de la orfandad adulta, esta perspectiva resulta esclarecedora: la relación con los padres no concluye con su muerte, sino que se reconfigura en recuerdos, enseñanzas, valores heredados y en los rituales que permiten mantenerlos presentes. Así, el duelo se convierte en un proceso de integración de la ausencia, donde los padres siguen teniendo un lugar significativo en la identidad y en la historia personal. Por eso es por lo que hablamos de que este tipo de duelos no solo se elabora una vez, pues el vínculo tendrá que transformarse a la par de nuestras propias transformaciones.

Por otra parte, William Worden (1991) -del que ya hemos hablado en otro artículo-, propone un modelo de tareas del duelo, que invita al doliente a implicarse activamente en el proceso. Estas tareas incluyen: aceptar la realidad de la pérdida, trabajar las emociones y el dolor del duelo, adaptarse a un medio en el que el fallecido ya no está y recolocar emocionalmente al ser querido para seguir viviendo. En la orfandad adulta, estas tareas ayudan a comprender que el duelo no es pasivo ni se resuelve con el paso del tiempo, sino que requiere acciones conscientes que favorezcan la adaptación y el crecimiento.

Si se piensa en ambas propuestas, las dos pueden ser un continuo. Mientras Klass y sus colegas señalan la importancia de mantener un vínculo transformado con los padres, Worden enfatiza la necesidad de aceptar su ausencia y adaptarse a la nueva realidad. En conjunto, estas teorías permiten entender que el duelo no es olvido ni desconexión, sino una integración dinámica entre la memoria, la continuidad simbólica, la ausencia presente de nuestros progenitores y la vida presente.

Es importante señalar que no toda orfandad en la adultez surge por fallecimiento. A veces, el quiebre del vínculo emocional genera una orfandad simbólica, tan dolorosa como la biológica. En estos casos, cerrar el duelo no implica esperar un reencuentro o una reparación imposible, sino elaborar una despedida diferente: desear al otro que encuentre la felicidad, reconocer que sus actos provinieron de su ignorancia y comprender que es en esa ignorancia donde se gestan tanto el daño como la infelicidad.

La orfandad adulta, ya sea real o simbólica, se convierte entonces en un laboratorio emocional donde se ponen a prueba nuestros recursos internos y nuestra capacidad de integrar la pérdida. Reconocerlo, nombrarlo y vivirlo con profundidad abre la posibilidad de transformar el dolor en crecimiento.

Con relación a esto, todo duelo posee ambigüedades, contradicciones y claroscuros, y quedar huérfanos no es la excepción. Es un proceso en el que conviven gratitud y resentimiento, amor y enojo, cercanía y distancia. A diferencia del duelo por una mascota, donde el amor es lineal y sin dobleces, el duelo por los padres se nutre de capas múltiples de significados, expectativas y experiencias compartidas.

Una vía posible para transitar esta experiencia es la creación de rituales propios, que permitan simbolizar la pérdida y sostener el vínculo desde otro lugar. Estos rituales pueden cobrar especial sentido en fechas significativas, pero siempre deben realizarse respetando los ritmos internos: no se trata de remover más de lo que la psique puede afrontar en un momento dado. El duelo pide paciencia, respeto y autocompasión y el autoconocimiento aquí es clave para poder trabajar a nuestro ritmo estas omisiones y este dolor.

En conclusión, quedar huérfanas, huérfanos, no es solo la ausencia de los padres, sino también la oportunidad de reconciliarnos con lo que heredamos, con lo que quedó pendiente y, tomar la responsabilidad de aquello que quedo pendiente y sobre todo, construirnos a nosotros mismos a partir de la resignificación de la pérdida.

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